Me los comía del campo, tal cual. Fueron a preguntar a Néstor, mi pediatra argentino: «Che, no pasa nada. Que lo coma. Tienes más hierro que un plato de lentejas». Y me dejaron seguir comiendo «yerbajos» de entre las piedras.
El domingo me los trajeron del pueblo y los tienen en agua. Para que tenga mi propia magdalena proustiana cada mañana en forma de trago ácido y tacto rugosito.